UNO.
Hace unos meses me atacó un colosal malestar estomacal, imputable a mis cuestionables hábitos alimenticios y bebidicios. Diligente como soy, decidí que en lugar de autorecetarme consultando el site de la facultad de medicina de la UNAM como hago siempre, iría a ver a una gastroenteróloga.
–¿Cuál es su problema? –preguntó la especialista.
–¿Además de la falta de ingenio y simpatía? –pregunté haciendo gala de mi simpatía e ingenio.
Ella me lanzó una mirada afilada como bisturí, así que procedí a explicar mi malestar.
–Yo lo internaría –sugirió mirándome fíjamente–. Para estar segura.
¡¿Para estar segura de qué?! –pensé–. ¿De qué la diarrea de un pobre diablo puede pagar su auto nuevo?!
Me negué con sutileza, así que me mandó hacer una batería de estudios para descartar cualquier padecimiento existente o por descubrir, incluyendo el cáncer de mama, la peste bubónica y el embarazo imaginario.
Alarmadísimo y pensando ya a quién le heredaría mi colección de estampitas de Los Ángeles de Charlie (¡sí, las originales en las que Farrah Fawcett aún tenía aspecto humano!), me hice los análisis y le llevé los resultados a la médico.
–No tiene nada –dictaminó casi desilusionada, casi sin mirar los análisis–. Tómese esto.
Compré en la farmacia la medicina –un Pepto Bismol carísimo, como lo describió la farmaceútica– y a los dos días estaba como nuevo, celebrando la salud con unos tacos de barbacoa (que es para lo único que me alcanzaba después de pagar la consulta y los estudios).
DOS.
Hace unas semanas me apareció un dolor en la garganta, así que fui con el otorrinolaringólogo (sólo a los médicos les hace gracia ostentar esos epítetos tan babosos), quien tras revisarme diagnosticó que tenía el tabique desviado y que además era imperante operarme las anginas. Casi sin querer aclaró que lo que causaba el dolor era una lesión en la encía atribuible a que me cepillo con demasiado entusiasmo.
Sacó su agenda y me dio dos fechas para que escogiera la que más conviniera a mi ineludible cirugía. Le comenté que las anginas y el tabique estaban así desde que nací y que él era el 23er médico que sugería operarme, pero que mi religión (el Santo Culto a la Cobardía) me impedía someterme a esas carnicerías.
–Entonces haga buches con esto –dijo malhumorado escribiendo en una nota con caligrafía ilegible el nombre de la medicina (que casualmente era la misma que me habían recomendado anteriormente en la farmacia de Sanborns).
A los dos días había desaparecido el dolor. El de la garganta, porque el de los $600 que pagué por la consulta aún subsiste.
TRES
La cuestión clave en estas dos situaciones, que son 100% reales (o casi) es que antes de dar su diagnóstico ambos facultativos me preguntaron si tenía seguro médico. Cuando dices que sí, como estúpidamente contesté yo, sistemáticamente te recetan los procedimientos y análisis más complicados, y en consecuencia más caros, porque el paciente, lógicamente aterrado, no se arriesgará a no practicárselos, sobre todo si el costo va a ser cubierto por la aseguradora. Lo que el pobre paciente no sabe es que esa práctica, usual entre los médicos, causa grandes pérdidas a las aseguradoras, que evidentemente las subsanan cobrando cuotas monstruosas a sus asegurados. De manera que al final del día (expresión terriblemente estúpida) nosotros acabamos pagando el tepanyaki visceral que nos propinan los matasanos en aras de hacerse de una nueva terraza en su casa de Valle.
En Freakonomics (librazo que ya se consigue en español en Gandhi por $99) el autor afirma que los médicos no son diferentes a un vendedor de autos que tratará por todos los medios de convencerte de que no te conviene comprar un vehículo económico, sino una poderosa camioneta que nunca podrás estacionar, que gastará gasolina brutalmente y que, como el resto de los vehículos en la capital, jamás podrá ir a más de 16 km/hr (¡velocidad promedio real!). Lo mismo sucede con los arquitectos, los organizadores de banquetes, los arquitectos y en general, con todas las profesiones y oficios: todos intentarán venderle a los clientes el producto o servicio más caro, lo necesiten o no. Los médicos no son la excepción. La diferencia es que si vas a comprarte un Chevy, y sales con una Suburban y una colosal deuda no es tan doloroso y peligroso como entrar con un estreñimiento y salir con una pequeña cámara insertada por orificios dedicados a fines más nobles, o con una cicatriz en el abdomen y un frasquito con un pedacito de tu paisaje interior.
Por supuesto, no todos los médicos son así: hay muchos que en realidad se preocupan por sus pacientes y que literalmente salvan vidas todos los días, pero como en todas las profesiones, son minoría.
Por eso, la recomendación es que si valoras tu salud, por favor, no te enfermes.
Hace unos meses me atacó un colosal malestar estomacal, imputable a mis cuestionables hábitos alimenticios y bebidicios. Diligente como soy, decidí que en lugar de autorecetarme consultando el site de la facultad de medicina de la UNAM como hago siempre, iría a ver a una gastroenteróloga.
–¿Cuál es su problema? –preguntó la especialista.
–¿Además de la falta de ingenio y simpatía? –pregunté haciendo gala de mi simpatía e ingenio.
Ella me lanzó una mirada afilada como bisturí, así que procedí a explicar mi malestar.
–Yo lo internaría –sugirió mirándome fíjamente–. Para estar segura.
¡¿Para estar segura de qué?! –pensé–. ¿De qué la diarrea de un pobre diablo puede pagar su auto nuevo?!
Me negué con sutileza, así que me mandó hacer una batería de estudios para descartar cualquier padecimiento existente o por descubrir, incluyendo el cáncer de mama, la peste bubónica y el embarazo imaginario.
Alarmadísimo y pensando ya a quién le heredaría mi colección de estampitas de Los Ángeles de Charlie (¡sí, las originales en las que Farrah Fawcett aún tenía aspecto humano!), me hice los análisis y le llevé los resultados a la médico.
–No tiene nada –dictaminó casi desilusionada, casi sin mirar los análisis–. Tómese esto.
Compré en la farmacia la medicina –un Pepto Bismol carísimo, como lo describió la farmaceútica– y a los dos días estaba como nuevo, celebrando la salud con unos tacos de barbacoa (que es para lo único que me alcanzaba después de pagar la consulta y los estudios).
DOS.
Hace unas semanas me apareció un dolor en la garganta, así que fui con el otorrinolaringólogo (sólo a los médicos les hace gracia ostentar esos epítetos tan babosos), quien tras revisarme diagnosticó que tenía el tabique desviado y que además era imperante operarme las anginas. Casi sin querer aclaró que lo que causaba el dolor era una lesión en la encía atribuible a que me cepillo con demasiado entusiasmo.
Sacó su agenda y me dio dos fechas para que escogiera la que más conviniera a mi ineludible cirugía. Le comenté que las anginas y el tabique estaban así desde que nací y que él era el 23er médico que sugería operarme, pero que mi religión (el Santo Culto a la Cobardía) me impedía someterme a esas carnicerías.
–Entonces haga buches con esto –dijo malhumorado escribiendo en una nota con caligrafía ilegible el nombre de la medicina (que casualmente era la misma que me habían recomendado anteriormente en la farmacia de Sanborns).
A los dos días había desaparecido el dolor. El de la garganta, porque el de los $600 que pagué por la consulta aún subsiste.
TRES
La cuestión clave en estas dos situaciones, que son 100% reales (o casi) es que antes de dar su diagnóstico ambos facultativos me preguntaron si tenía seguro médico. Cuando dices que sí, como estúpidamente contesté yo, sistemáticamente te recetan los procedimientos y análisis más complicados, y en consecuencia más caros, porque el paciente, lógicamente aterrado, no se arriesgará a no practicárselos, sobre todo si el costo va a ser cubierto por la aseguradora. Lo que el pobre paciente no sabe es que esa práctica, usual entre los médicos, causa grandes pérdidas a las aseguradoras, que evidentemente las subsanan cobrando cuotas monstruosas a sus asegurados. De manera que al final del día (expresión terriblemente estúpida) nosotros acabamos pagando el tepanyaki visceral que nos propinan los matasanos en aras de hacerse de una nueva terraza en su casa de Valle.
En Freakonomics (librazo que ya se consigue en español en Gandhi por $99) el autor afirma que los médicos no son diferentes a un vendedor de autos que tratará por todos los medios de convencerte de que no te conviene comprar un vehículo económico, sino una poderosa camioneta que nunca podrás estacionar, que gastará gasolina brutalmente y que, como el resto de los vehículos en la capital, jamás podrá ir a más de 16 km/hr (¡velocidad promedio real!). Lo mismo sucede con los arquitectos, los organizadores de banquetes, los arquitectos y en general, con todas las profesiones y oficios: todos intentarán venderle a los clientes el producto o servicio más caro, lo necesiten o no. Los médicos no son la excepción. La diferencia es que si vas a comprarte un Chevy, y sales con una Suburban y una colosal deuda no es tan doloroso y peligroso como entrar con un estreñimiento y salir con una pequeña cámara insertada por orificios dedicados a fines más nobles, o con una cicatriz en el abdomen y un frasquito con un pedacito de tu paisaje interior.
Por supuesto, no todos los médicos son así: hay muchos que en realidad se preocupan por sus pacientes y que literalmente salvan vidas todos los días, pero como en todas las profesiones, son minoría.
Por eso, la recomendación es que si valoras tu salud, por favor, no te enfermes.
2 comentarios:
estás seguro que no estás ciego? sordo???
Segurito tendrás hongos en los pies, y necesitarás del carísimo tratamiento láser antiongos, invisibles porque tú no los puedes ver.
Ya me dio miedo...
Tu post me recuerda a un nota que decía: "Se atribuyen a los errores en las recetas médicas unas 7,000 muertes por año. Entre las causas se encuentran las recetas ilegibles o el recargo del trabajo de los farmacéuticos"
Qué tan legibles eran tus recetas??
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